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¡Aquí se hace lo que yo digo!

Crónica de un ciclo escolar arruinado.


Recuerdo la escena como si fuera ayer, y después de todos estos años y luego de haber aprendido y de haberme puesto en el lugar de la jovencita, puedo sentir la sensación de la profunda molestia que le causé.

Ciertamente la niña estaba infringiendo el reglamento, pero no era para que yo hubiera reaccionado de forma tan visceral.


Me había iniciado como profesora de inglés. Estaba sumamente orgullosa de haber completado el Teacher´s Diploma en la Escuela Mexicana Canadiense de Inglés de la Ciudad de México, en aquellos años, un instituto de mucho prestigio. Este era mi primer año ejerciendo, pero el mucho prestigio de dicha academia jamás me enseñó cómo tratar la disciplina en el aula. Yo, en mi novatez, creía que los alumnos iban a estar sentados y callados escuchando mi precioso inglés e iban a adorar mis clases.


Nada más lejos de la verdad. Este grupo de Sexto Grado parecía estar formado por delincuentes en potencia. No había forma de que me pusieran atención, se aburrían rapidísimo, no terminaban trabajos, no hacían tareas, y no importaba cuantas veces los "castigara", parecía que eso los divertía aún más. Recuerdo sus caritas de satisfacción cuando me veían que me hacían fastidiar. En fin, la solemnidad de mi ejercicio docente había sido mancillada.


Recuerdo esa clase, en especial, porque como siempre, estaba yo tratando de ganar su atención, cuando de repente, desde ahí, desde el frente del salón (de donde nunca me movía) una alumna sentada hasta el fondo de la fila, sin preocupación alguna y claramente sin importarle si la veía, se estaba poniendo rimmel en las pestañas.


De estar disertando frente a la clase, cambié a una postura tal, que todo el salón por fin me puso atención. Mi voz retumbó en las paredes cuando exclamé el nombre la niña. Caminé entre las filas de alumnos atónitos viéndome como me desplazaba casi a velocidad de la luz hasta el fondo del salón. ¡Tenía que detener semejante improperio!


La niña ni se inmutó, ella se siguió maquillando. Le ordené que me entregara el rimmel, a lo cual se negó, argumentando que yo también me maquillo, y que no tenía nada de malo que ella se maquillara también. Me ha de haber subido toda la sangre al rostro, y a punto de explotar le proferí todo tipo de amenazas, desde que la iba a reportar, que la iba a reprobar, que la llevaría a la dirección, que mandaría llamar sus padres, y ya no recuerdo que más. Casi le arrebaté el artefacto, la niña me pidió que se lo regresara después, a lo cual le sentencié que se lo estaba decomisando y que se lo llevaría a la directora y que si le iba bien, lo podría recoger a fin de año.


Jamás olvidaré el rostro que hizo después. A partir de ahí, fue imposible tener una relación afable con la alumna. Había triunfado yo. Se hizo lo que YO quería, lastimando profundamente el orgullo infantil de una preadolescente y pasando a la historia de su vida como la maestra más intransigente.


Pasaré una sola vez por este camino; de modo que cualquier bien que pueda hacer o cualquier cortesía que pueda tener para con cualquier ser humano, que sea ahora. No la dejaré para mañana, ni la olvidaré, porque nunca más volveré a pasar por ahí.

Ahora entiendo, que debí abordar el evento de otra forma, menos visceral, menos invasiva.

Sólo una vez somos maestros de los alumnos que pasan por nuestra aula. Lo mejor que podemos hacer es evitar propiciar los momentos desagradables. No sabemos cuantos años nos vayan a estar persiguiendo los recuerdos.


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